En la cubierta del primer tomo de Los profesionales, el alter ego de Carlos Giménez se planteaba, con una alta dosis de ironía, una serie de preguntas acerca de su oficio. “El dibujante de historietas… ¿nace o se hace?” -decía- “¿es un artista?, ¿es un bohemio?, ¿es un masoquista?, ¿es un cretino?”. Años más tarde, quince en concreto, homenajearía esa misma ilustración con una portada alegórica, todavía más desencantada, para un ejemplar de la revista U el hijo del Urich donde se le entrevistaba, ahondando por entonces en otro debate, en concreto el de la denominación del medio, que si cómic, que si tebeo, que si literatura dibujada. Pareciera como si ya hubiera resuelto aquellos primeros interrogantes o simplemente se hubiera olvidado de ellos por no encontrar respuesta o por puro cansancio.

Sea como fuere, el tiempo pasa y las siguientes generaciones de historietistas empiezan a tener dudas similares, más todavía si tenemos en cuenta que ya no existe aquel mercado de publicaciones de consumo que todavía sostenía a la industria cuando Giménez rememoraba sus comienzos. Paco Roca  (1969, Valencia) ha compartido a menudo con los lectores esas mismas inseguridades acerca de su trabajo, principalmente en la estupenda serie en pijama que acaba de cerrar con el tercer y último recopilatorio. A lo largo de ese tiempo no ha tenido reparo en repasar sus debilidades y sus incertezas frente a cada nuevo proyecto, incluso mostrándose a menudo inseguro, torpe y distraído, creando así un personaje nuevo escindido de sí mismo y con el que estamos ya familiarizados.

En La encrucijada lo recupera una vez más, casi como si fuera una nueva de sus andanzas caseras. La premisa de inicio, de hecho, es muy parecida a las que solía usar en esas colaboraciones para Las Provincias o para El País Semanal. Arrancaba con una anécdota o con una meditación personal a partir de la cual empezaba a escarbar hasta llegar a una conclusión que a menudo le dejaba descontento. En esta ocasión también hay una excusa de partida, concretamente el hábito adquirido de escuchar música mientras dibuja, a renglón seguido lo enlaza con un recuerdo preciso que le permite dejarse llevar sin necesidad de más explicaciones. En esa dinámica Roca es un maestro. Posee una capacidad inigualable para interpretar en imágenes las reflexiones y los conceptos más abstractos, y aquí hay numerosas muestras de esa habilidad como traductor que enriquecen el texto y establecen un equilibrio natural entre ambas fuerzas, dotando a la lectura de una enorme naturalidad, de una envidiable fluidez al sintetizar el discurso en viñetas muy elocuentes (qué decir, por ejemplo, de ese lugar adonde van a parar las ideas olvidadas o de cómo se implicaba él de niño en la lectura de sus tebeos favoritos).
Sin embargo, ahora estamos frente a una novela gráfica de centenar y medio de páginas, con una naturaleza y unos objetivos muy diferentes a los de una historieta corta. Para empezar, el libro tiene su origen en una charla distendida entre Roca y el cantante José Manuel Casañ, fundador del grupo Seguridad Social, que se proponen hacer algo juntos. Se entrecruzan propuestas, algunas se olvidan definitivamente, otras se retoman más adelante, pero lo que sí queda es una larga conversación entre ambos a través de la cual repasan la trayectoria de uno y otro, la evolución de la industria cultural española de las últimas tres décadas y el desarrollo de la música popular moderna. Un diálogo espontáneo entre dos amigos a propósito de la grabación del disco que, al final, acompañará al libro, y en el que se revisan los principales géneros musicales. Y si bien Casañ tiene más o menos claro lo que quiere hacer, Roca, en cambio, vacila. Sabe, eso sí, que no quiere limitarse a ilustrar unas canciones que, por otra parte, hablan por sí mismas, su intervención debe complementar a la melodía. Así que diseña un conjunto de relatos breves que se detienen en determinadas etapas y artistas señeros, adaptándose a los diferentes estilos en un ejercicio de versatilidad similar al puesto en práctica por José Pablo García en Las aventuras de Joselito.

El resultado, se darán cuenta, tiene poco que ver con el planteamiento inicial. El cómic resultante es, a fin de cuentas, espurio, consecuencia en cierto modo de una frustración (o de muchas), de indefiniciones, de cambios de parecer, de desencuentros. La encrucijada es hija de un proyecto fracasado, que cambió de fisonomía, que se transformó con el paso de los años. Es, en definitiva, la narración del proceso de creación de un tebeo que nunca será. No olvidemos nunca que, al fin y al cabo, una encrucijada es un cruce de caminos en el que el caminante ha de decidir por que senda proseguir su viaje, es el momento de duda –y volvemos al principio- en el que el artista debe elegir como continuar su obra, es el escenario legendario en el que Robert Johnson hizo un pacto con el diablo para convertirse en el mejor bluesman de la historia.