A propósito de Madriz, afirma Álvaro Pons en el libro (recientemente editado) Del boom al crack: la explosión del cómic adulto en España (1977-1995) que supuso una forma novedosa y diferente de entender el cómic, “una aproximación artística” que era “compatible con una sensibilidad rayana en la poesía gráfica”. Y, a renglón seguido, como muestra del fundamento de tal afirmación toma como ejemplo las dos páginas de La orilla de Elisa Gálvez (Madrid, 1957) y Federico Del Barrio (Madrid, 1957) , una historieta aparecida en el número trece de dicha revista en la que se narraba en escasas seis viñetas la trayectoria vital de una mujer a través de las diferentes etapas de su existencia, sola al principio y acompañada por su hija durante los días de su ocaso. Era una narración brevísima situada en una playa como único escenario, pintada con colores básicos y tejida con poquísimos elementos, que bien por su sencillez o por su universalidad lograba transmitir múltiples sensaciones.

La orilla

Han pasado treinta años desde entonces y La orilla mantiene todavía su esencia, una circunstancia extrapolable al resto de trabajos seleccionados por el propio Del Barrio y recuperados ahora en el álbum Tiempo que dura esta claridad, la mayoría procedentes efectivamente de aquella mítica cabecera editada por el Ayuntamiento de Madrid, o bien de una de sus herederas, Medio revueltos. Unas publicaciones que poco o nada tenían en común con el resto de revistas de historietas que se editaban por entonces en España, y cuyos principios fundamentales eran la renuncia a la comercialidad pura y dura y la total libertad de los dibujantes para experimentar con el lenguaje del cómic sin trabas ni limitaciones. Esta última característica posibilitó que la nómina de colaboradores se nutriera tanto de historietistas como de firmas provenientes de otras ramas artísticas que, a su manera, reinterpretaron las bases del medio.

Lo expresa con meridiana claridad la propia Elisa Gálvez en uno de los prólogos del libro: “Es entonces cuando empecé a confundir el arte con la vida y la vida con el arte”. Ella, de hecho, no provenía del mundo del cómic, por donde pasó fugazmente, al contrario que Del Barrio, que había transitado ya por lo más granado del quiosco (desde Pilote a Cimoc, pasando por Totem, Bumerang, Rambla o Rampa), mostrándose como un ilustrador todoterreno. Trayectorias dispares que vinieron a converger en una publicación nueva -en muchos sentidos- que rompió con las estructuras tradicionales de lo que se entendía por un tebeo. La utilización de técnicas diferentes, la apuesta por la introspección y el abandono de la rigidez de los géneros o la influencia de la pintura fueron algunas de los rasgos que la caracterizarían.

Más que contar una historia, más que explicar una sucesión de hechos, buscan provocar un efecto

Tiempo que dura esta claridad es una pequeña muestra de todo lo apuntado. Una colección de relatos de extensión variable, pertenecientes a otro tiempo (“Y ahora” –apunta Del Barrio- “el mundo ya no es su mundo”), que dejan más interrogantes que certezas. Pues más que contar una historia, más que explicar una sucesión de hechos, buscan provocar un efecto, una impresión. La base no la componen los sucesos sino los sentimientos, porque en esencia los guiones de Gálvez no parecen serlo, no siguen una pauta o una serie de directrices fijas, parecen más bien indicaciones, ideas surgidas a partir de un diálogo, de una conversación, de una emoción. Interpretadas a través de un dibujo elegante y estilizado, sencillo y moderno, profundamente evocador, basado en una realidad íntima plasmada con delicadeza o con furia según convenga. Historietas exigentes con el lector, al que le otorgan autonomía a la hora de descifrar al mismo tiempo que le imponen condiciones: la amplitud de las elipsis, los textos justos, los enigmas.
Además, les sobrevuelan tres grandes constantes cuya omnipresencia llama la atención. Por un lado, la sempiterna presencia del agua, bien en forma de lluvia constante, romántica y taciturna, bien como un mar azul e inmenso símbolo de libertad, de posibilidad de cambio. Por otro, el protagonismo de los personajes femeninos, de muy diferente carácter o condición, tal vez por ajustarse con facilidad a la sensibilidad poética que pretenden transmitir, por entender que la mujer es mejor conductora de poesía que el hombre, o al menos que los hombres taciturnos e indecisos, con deudas con el pasado, que aquí dibuja Del Barrio. Y por último la inspiración literaria, y ya no solo por las referencias directas a Pessoa o a Artaud, también por los escenarios, la elección de los nombres, el alma, en suma.

Por el lirismo y la música, Tiempo que dura esta claridad no es un cómic al uso. Supone una prueba palpable de la relación íntima entre formas de expresión aparentemente incompatibles o que hablan idiomas incomprensibles para sus respectivos hablantes. Se asemeja a un puente, a una vía de comunicación entre dos islas, a un punto de unión, a una suma que aporta como resultado una cifra hasta entonces inconcebible. Sin duda, se ajusta a la filosofía de la colección que la acoge, Los Tebeos de Cordelia, una serie ecléctica y de difícil definición por donde han pasado los auténticos precursores de las tiras de prensa (Herriman, McCay), los pioneros del tebeo infantil patrio (Fernández Sastre, Tomás García), junto con experimentadores y novelistas gráficos actuales (José Pablo García, Ángel de la Calle, Miguel Ángel Martín), conformando un catálogo admirable e inclasificable.