Marc Bell (London, Ontario, 1971) debutó en el mundo de la autoedición a principios de los 90 y muy pronto publicó sus primeras series en la editorial Caliber, que iba alternando con multitud de grapas que él mismo vendía. Bell siempre ha colaborado con otros autores, entre ellos, su actual pareja, la artista Amy Lockhart. De los colectivos que han marcado de un modo u otro su carrera profesional, hay que insistir en Fort Thunder -¿veremos algún día publicados los cómics de Brian Chippendale y Mat Brinkmann en nuestro país?- o Elephant Six, de donde surgieron bandas como Neutral Milk Hotel, The Apples in Stereo, The Olivia Tremor Control y of Montreal -ahí es nada-.

Después de casi 30 años de carrera, La Cúpula, al alimón con la editorial argentina Hotel de las Ideas, publica este Stroppy (Insolente), su primera novela gráfica o cómic de larga extensión. Hasta la publicación de Stroppy, Bell había publicado recopilaciones de historietas cortas e ilustraciones más o menos artísticas. A saber Pure Pajamas (Drawn & Quaterly, 2011), Hot Potatoe (Drawn & Quaterly, 2009), The Stacks (Drawn & Quaterly, 2004), Worn Tuff Elbow (Fantagraphics, 2004) y Shrimpy and Paul (Highwater Books, 2003).
A primera vista, el universo de Bell remite impepinablemente al dislate antropomórfico de EC Segar (esos goons) y el Robert Crumb de los 60 y los 70. Sus dibujos están repletos de detalles hilarantes que recuerdan a otro de los grandes de la historieta humorística estadounidense, Will Elder, cuyo estilo abigarrado en detalles absurdos fue bautizado por Kurtzman y el propio Elder como chicken fat. Los chicken fat eran todos esos garabatos y textos que salpimentaban las viñetas, aunque no aportaban nada a la trama. Los lectores que hemos crecido leyendo las historietas de Jan, Vázquez o Ibáñez sabemos de qué va esto.

A primera vista, el universo de Bell remite impepinablemente al dislate antropomórfico de EC Segar (esos goons) y el Robert Crumb de los 60 y los 70. Sus dibujos están repletos de detalles hilarantes que recuerdan a otro de los grandes de la historieta humorística, Will Elder.

Sin embargo, estas criaturas rechonchas y adorables que dibuja Bell tienden a mutilar, aplastar, torturar, putear o a comerse unas a otras. Eso sí, no esperéis encontrar sangre y vísceras. Tomemos, por ejemplo, al protagonista de este cómic, el Stroppy del título, que había aparecido en el libro anterior de Bell, Pure Pajamas. Stroppy trabaja en una cadena de montaje de una de las fábricas del cacique local, Monsieur Mostacho -otro personaje ya visto en anteriores historietas de Bell-. Allí ensambla procesadores electrónicos a unas criaturas amarillas para que sirvan con docilidad al empresario. Por una estúpida serie de desdichas, por la implacabilidad de las leyes del mercado y por su afición a un grupo musical conocido como la All-Star Schnauzer Band, Stroppy pierde trabajo y hogar. Tocado física y emocionalmente, la convocatoria de un concurso musical le lleva a inscribir a un amigo poeta con la esperanza de conseguir algo de pasta. Sin embargo, los Schnauzers son una suerte de comunidad corporativa musical estratificada, implacable con los que tienen a bien cruzarse en su camino, entre ellos, por desgracia, Stroppy, que se verá arrastrado a una surrealista misión de rescate.

Lo cierto es que la trama es lo de menos, a Bell le gusta jugar con sus personajes, con el lenguaje y el lector. En este sentido, hay que encomiar la excelente traducción al castellano de Rubén Lardín, que conserva el tono juguetón y sabe trasladar con enjundia los juegos de palabras y las canciones de la All-Star Schnauzer Band. Chapeau!
El cómic se construye a base de planchas de a 4 viñetas, normalmente, en las que siempre hay un texto de encabezado que anuncia con sorna lo que sucederá, elemento típico de los dominicales de prensa. Bell se aleja de la narrativa más cinematográfica y para ello se sirve en todo el cómic de un mismo plano desde una misma perspectiva isométrica. En una entrevista con Dan Nadel en The Comics Journal, Bell apuesta por este encuadre porque potencia el aspecto vodevilesco de sus historietas, al permitirle dibujar multitud de hechos que suceden de manera simultánea en un único plano. Y si algo abunda en Stroppy son acciones absurdas, complejas máquinas y personajes bizarros que conviven en una misma viñeta. El clímax del libro llega durante la misión de rescate del colega poeta, en la que el canadiense se marca unas planchas en las que el protagonista se desplaza por una suerte de estructuras de página diagramáticas, en las que se alternan alocadas letras de canción, hoyos de golf y laberínticas topografías.       
 No hay conclusiones ni cierres en este tebeo, aquí lo que importa es la experiencia lectora y llegar al final con la sensación de que ha sido un largo y extraño viaje, no apto para todos los gustos. Para unos Stroppy será una verdadera gansada y para otros, un dislate precioso. Una recomendación: ni se lo tomen en serio, ni pretendan leerlo de una sentada.