Loar a estas alturas las virtudes de Olivier Schrauwen (Brujas, Bélgica, 1977) es tremendamente sencillo. Con el viento a favor que supone Arsène Schrauwen es fácil afirmar que en sus primeras obras apuntaba maneras y que sus hallazgos narrativos y artísticos posteriores ya eran allí visibles. Hacerlo, no obstante, supondría engañarnos a nosotros mismos, porque en 2007, cuando se publicó Mi pequeño en Francia, no se vislumbraba todavía lo que conseguiría más adelante. Sin intentar restarle méritos, aquel debut largo (hasta el momento sólo había publicado en fanzines) compuesto por un sorprendente conjunto de historietas innovadoras y sugestivas parece realizado por un autor diferente al que hoy conocemos, de hecho, sólo en el relato inédito que se incluye ahora en la nueva edición de Fulgencio Pimentel (“Mi pequeño no es un muñeco”) se puede intuir el trazo, el espíritu y los recursos utilizados en su último trabajo.
A diferencia de sus obras más recientes, Mi pequeño es un curioso ejercicio nostálgico de apropiación artística en el que, sin despeinarse, lograba reciclar el principio y el fin del tebeo norteamericano, desde Winsor McCay, George McManus y Lyonel Feininger a Chris Ware, enlazándolos con naturalidad a través de un hilo de continuidad estilística, y en cierta manera temática, digno de elogio. Planteadas como entregas auto-conclusivas de una family-strip bizarra, describía una serie de escenas mundanas relacionadas en título, apariencia y planteamiento inicial con los cuentos infantiles que tratan de familiarizar a los pequeños lectores con el mundo que les rodea. Como el popular Teo de los álbumes de Timun Mas, los personajes de Schrauwen visitan el zoo de Amberes o la ciudad de Brujas, juegan al golf o charlan con los amigos del padre, con consecuencias diametralmente opuestas a las que obtenía la entrañable creación del colectivo Violeta Denou. Como es evidente, la distancia entre uno y otros la marca el desarrollo y las intenciones, aquí, claro, no hay ningún objetivo pedagógico, sino que se persigue provocar el mayor desconcierto posible. Lo logra en base a un llamativo contraste entre el fondo y la forma, entre un dibujo arcaico –hermanado también con el de Olaf Gulbransson, al que conocemos gracias a El Nadir y su editor, René Parra- y un guion entre absurdo y cruel, que provoca estupor e hilaridad a partes iguales.

Capaz de recrear cualquier estilo, con precisión y virtuosismo –solo hay que fijarse en la arquitectura, en los escenarios o en los animales que pueblan el parque zoológico, como si ilustrara un auténtico tratado de fauna salvaje-, evoca un tiempo pretérito, una Bélgica en pleno desarrollo, mezclando cotidianidad, naturalismo con dosis de surrealismo heredado en línea directa de Herr Seele y Kamagurka, igualmente escatológico e incómodo. Mi pequeño crea en el lector un inasimilable desasosiego, producido por la atmósfera del tebeo, es decir, por algo intangible, imposible de mesurar. Puede ser el aspecto del niño protagonista, puede ser la actitud de su viejo padre, empeñado al principio en mostrar en público a su criatura, puede ser por la conducta de la niñera, lo bien cierto es que el regusto es amargo.

Mezcla cotidianidad, naturalismo con dosis de surrealismo heredado en línea directa de Herr Seele y Kamagurka, igualmente escatológico e incómodo

La primera traducción castellana la publicó Norma en 2009, y ahora casi una década después Fulgencio Pimentel da a luz la que es sin duda la edición definitiva (contando con la aquiescencia y la colaboración del autor), una especialidad del sello riojano a la que nos estamos malacostumbrando. Las comparaciones entre ambas ediciones, además de odiosas son inevitables, básicamente porque aquí el tamaño sí importa. Norma llevó a cabo una extraña, y vista hoy, ridícula reducción de las dimensiones del libro publicado por Éditions de l’An2, medidas recuperadas ahora. Alrededor de 7 centímetros de ancho y casi de 5 de alto dan mucho de sí. Las viñetas presentan una elegante majestuosidad, más si cabe en aquellas planchas en las que entre unas pocas se reparten el espacio. Aún así, las diferencias no se circunscriben a ese súbito crecimiento. Los cambios en el interior son significativos, y no únicamente porque se incluyan esas más de diez páginas extras que comentábamos al principio, sino por la elección de un papel cuyo tacto y gramaje contribuye a que el color y el propio libro adquieran el deseado aspecto de artefacto de otra época. Asimismo, se han eliminado o introducido algún que otro bocadillo que con su sola ausencia (o presencia) matizan más de lo que parece a simple vista.

Schrauwen no busca ayuda en medios ajenos, opta por bucear en la propia historia de los cómics en busca de inspiración al tiempo que desvirtúa las herramientas lingüísticas de los mismos para hacerlas suyas: las elipsis, el único flashback o las inexistentes onomatopeyas, sustituidas por apuntes a pie de viñeta. Esa mecánica le permite operar con plena libertad, sin justificaciones ni excusas, directo al estómago desde el excelente e impagable prólogo.