La balada de Jolene Blackcountry no es un cómic que se pueda leer y ya. Es un cómic que se debe experimentar. Me explico.
La anterior obra de Victor Puchalski (Catarroja, Valencia 1986), Enter the Kann, relataba el viaje que emprendía el protagonista para derrotar a sus maestros en el arte del kung fu más burro. Para hacerlo, Puchalski no escatimaba en experimentos formales que convertían la lectura de la obra en una sorpresa constante.
Ya en la portada, el protagonista nos pegaba un puñetazo en toda la cara gracias a la espectacular ilustración lenticular. A ti, lector que sostenías la portada ante tus ojos, esa primera toña era para ti. En Jolene, Puchalski propone otra hostia al lector, pero esta vez muy distinta. El cómic viene impreso a dos tintas: la negra, que relata la historia principal, y otra fosforescente, que esconde en cada página dibujos ocultos que brillan en la oscuridad al exponer las páginas a una fuente de luz directa.

La balada de Jolene Blackcountry ensalza el tebeo como objeto con el que establecer una relación

No es una sobrada, no es un recurso guay para adornar algunas páginas con efectos y a otra cosa. Es una decisión tomada totalmente al servicio de la historia, que se centra en el viaje místico que emprende Jolene a través de realidades paralelas y de su propia consciencia.
Ya tenemos las cartas sobre la mesa. Ahora, vamos a jugar. Porque el cómic nos invita a jugar con él, y a hacerlo como nos dé la gana. Puedes leerlo de un tirón y luego acercar cada doble página a alguna fuente de luz para cargar la tinta y admirar la parte fosforescente de la obra, la otra realidad oculta a simple vista. Puedes tocar la tinta y adivinar por dónde irán los tiros cuando apagues la luz. Puedes apagar la luz mientras lees, puedes incluso no hacerlo aunque en ese caso te perderás una gran experiencia. Depende de ti. Eres tú, lector, quien decidirá cómo afrontar la lectura de La Balada de Jolene Blackcountry, la relación que establecerás con la historia y con el propio cómic. Jolene ensalza el tebeo como objeto con el que establecer una relación a través no solo de lo que cuenta, sino de cómo lo cuenta. Forma y fondo.
En ese sentido, comparte intención con una obra tan distinta a esta a todos los niveles como Fabricando historias, de Chris Ware. En aquella obra, el autor encerraba dentro de una enorme caja distintos cómics impresos en todo tipo de formatos: desde posters a diarios, páginas desplegables, mini cómics o tiras de prensa que podían leerse en cualquier orden para ir construyendo (fabricando) la historia. Nosotros elegíamos cómo avanzaba según cómo decidiéramos abordarla. No había dos lecturas iguales.
Aquí es donde veo la similitud con la obra de Ware. En el concepto de la obra en sí, en su reivindicación como objeto. Como en Fabricando historias, no te puedes descargar Jolene a tu iPad. No hay archivo en pdf o cbr que pueda sustituir la experiencia de tenerlo entre las manos y jugar con él, descubrir la historia y todo lo que esconde como un niño que enciende y apaga la lámpara de la mesilla de noche para ver si hay monstruos bajo su cama. Ni siquiera es fácil incluir imágenes para esta reseña. Es difícil que puedas disfrutarlo bajo la luz mortecina de un vagón de metro rodeado de gente con las caras estampadas en sus teléfonos. No.
Debes buscar un momento para leerlo a oscuras pero a la vez con una fuente de luz cercana, debes tenerlo entre las manos, leerlo, apagar la luz, amorrarlo a la bombilla hasta que brille con toda la intensidad, disfrutar del olor de la tinta (porque huele, y mucho, y muy bien, al menos para los que aspiramos hondo cuando repostamos gasolina o abrimos un rotulador permanente). Jolene te pide que le dediques parte de tu tiempo, así que pon el móvil en silencio y disfruta del viaje.


Después de unos días, no puedo evitar volver al tebeo y seguir jugando con él. A releerlo, buscar significados al viaje de Jolene y emprender el mío a través de sus páginas. Y ON/OFF a la lámpara de la mesilla de noche, dale que te pego. Hacía tiempo que un cómic no me despertaba tantas y tan buenas sensaciones a través de una forma en apariencia tan sencilla.
La Balada de Jolene Blackcountry es como el lisérgico viaje final de 2001, una odisea del espacio: que me parta un rayo (fosforescente, claro) si lo entiendo a la primera, pero es un viaje que tendré el placer de emprender muchas, muchas más veces. Con todos los sentidos puestos en él.
Para acabar… sí, voy a hacerlo: diré que es un cómic que brilla con luz propia y me quedaré más ancho que largo con el juego de palabras. Que me detengan. ¡Yo soy la montaña!