El origen de El duelo: un relato militar se halla en un breve párrafo de apenas diez líneas aparecido en una gaceta de provincias del sur de Francia, que llamó la atención de Joseph Conrad. Esa breve crónica se hacía eco, según comentaba el propio escritor anglopolaco, de un “conocido hecho acerca de dos oficiales del Gran Ejército de Napoleón que se habían batido en una serie de duelos en medio de grandes guerras y a causa de algún pretexto fútil”[1]. A partir de esa anécdota real Conrad empezó a especular acerca de la motivación de esos repetidos enfrentamientos y dio forma a una de sus historias cortas más conocidas. Finalmente, en 1908 apareció primero por entregas en la revista Pall Mall Magazine y después en un volumen independiente a cargo de un editor de Nueva York bajo el título de The Point of Honor, para ser incluido doce años después en la antología A Set of Six. A pesar de su extensión relativamente breve y de haber sido publicado sin demasiado ruido entre algunas de sus principales trabajos (Nostromo, El agente secreto o El copartícipe secreto), el texto no pasó desapercibido, reeditándose en diversas ocasiones y conociendo en poco tiempo traducciones al francés o al alemán.

A grandes rasgos, El duelo, aun poseyendo una idiosincrasia propia (narrador omnisciente en tercera persona, tono más intimista que aventurero, renuncia al exotismo, situado en la Europa napoleónica en lugar de en algún rincón del extenso Imperio Británico), mantiene las líneas básicas de las grandes novelas de Conrad, uno de los representantes de la epopeya literaria moderna. Desde esa relación íntima entre el individuo y la Historia, cuyos vientos determinan el devenir de aquel, hasta la excelente recreación del contexto cronológico, se mantienen las principales constantes del universo conradiano, incluyendo, por supuesto, los principios de lealtad y solidaridad entre los protagonistas, que en este caso reflejan a su vez los dos rasgos hereditarios que marcaron el carácter del mismo Conrad, y a la postre el conjunto de su obra. En un extremo un idealismo romántico aunque desilusionado (personificado aquí en Féraud), en el otro la ética pragmática (representada por D’Hubert). No por casualidad, Jules Cashford titularía Joseph Conrad: Homo dúplex el ensayo que acompaña la edición de Atalanta de El copartícipe secreto, en referencia, claro, a ese comentado rasgo dual de su personalidad, así como a la doble nacionalidad del popular escritor.

Dichas características siguen presentes, con mayor o menor intensidad, en la adaptación a las viñetas que ha realizado Renaud Farace (Zagreb, Croacia, 1977)y que publicó Casterman el año pasado. Una traslación fiel al original aunque lamentablemente fallida como historieta. La tarea, reconozcámoslo, no era en principio sencilla. Transformar una novela corta centrada en unos hechos desarrollados a lo largo de dos décadas en un cómic de doscientas páginas exigía un complejo ejercicio de dilatación narrativa en el que los tiempos, por pura lógica no podían ser los mismos. El método que elige Farace es el de rellenar los huecos que la fuente literaria obviaba, bien prolongando las escenas, bien imaginando situaciones nuevas complementarias. Esos interludios, esas interpretaciones, son a la larga el problema. Pese a responder a la lógica interna del argumento y a no alejarse ni un ápice de su fuente, están vacíos, convirtiéndose en tiempos muertos que lastran la lectura.

Farace lo fía (casi) todo a las miradas aviesas –como la de aquel perro que aparecía al final de un episodio de Los Simpson-, las puestas de sol y las figuras solitarias que contemplan pensativas el crepitar del fuego en el hogar. Secuencias silenciosas adornadas con un halo de presunto romanticismo que no casan demasiado con la concreción, la sencillez y la practicidad que el planteamiento inicial exigía. Pretende con tales recursos dotar de trascendencia y empaque a un guión que no lo necesita; arruinando además un primer acto bastante prometedor, en el que el sentido del humor y el dinamismo hacían presagiar otro resultado. Es comprensible que, a medida que los actores envejezcan, que se sucedan los radicales cambios de régimen que caracterizaron el siglo XIX francés y que se enquiste su duelo privado, la historieta se vaya ensombreciendo (con capítulos muy conseguidos, como el de la campaña rusa), sin embargo, no hasta el punto de desvirtuar casi por completo su propia naturaleza.
Duelo, así, sin el artículo, es el debut de Farace como autor completo, esto es, también como ilustrador, suponiendo además un viraje radical respecto a su primer álbum en el que ejercía solo como guionista, Detective Rollmops realizado junto a Olivier Philipponneau. Y, en líneas generales, cumple con corrección en el papel de dibujante, demasiado descuidado, tal vez, hacia en la segunda parte, pero suelto y efectivo en la mayoría de páginas. Resulta especialmente llamativa la ambientación y el diseño de las figuras, así como el tratamiento de un blanco y negro omnipresente, manchado de rojo sangre únicamente en los instantes de mayor intensidad dramática. No obstante, ese aspecto no acaba de enmendar por sí solo un cómic, a la postre, irregular y, lo que es peor, aburrido en momentos concretos.
[1] CONRAD, Joseph. El duelo: un relato militar. Madrid: Alianza, 2008, p. 8